LA CABALA EN D. F. por Steve Sadow

LA CABALA EN D. F.

Por Steve Sadow

–México, D.F. es una ciudad religiosa y espiritual. Aquí pasan cosas que no son del todo entendible racionalmente–me decían unos amigos judío-mexicanos cuando tomábamos cerveza una noche en un café de la Colonia Polanco. “Entonces los judíos en su mayoría también somos creyentes, algunos hasta místicos”, agregó un compañero de origen argentino.  Ahora los entiendo.

Cuatro años antes, yo había presentado mi antología de “Literatura y cultura judío-latinoamericanas contemporáneas” en la Cafebrería-El Péndulo, una librería espectacular visualmente y amplísima en el rango de sus ofertas. Como es de costumbre allí, después de hablar yo, había un panel de expertos que comentan (casi siempre en un modo muy favorable) al contenido y calidad del libro. En el panel ése, participaron tres miembros de la flor y nata de la intelectualidad mexicano –judía: la novelista y fotógrafa Ivonne Saed, el periodista José Gordon y la novelista, poeta y experta del misticismo Angelina Muñiz-Huberman. Nos escucharon noventa asistentes.

Para la noche siguiente, Angelina nos invitó a mi esposa Norma y a mí a cenar en su casa Ella vive con su marido el físico Alberto Huberman en un apartamento sobre un callejón sin salida en la Colonia Insurgentes no tan lejos de Universidad Nacional Autónoma Mexicana (UNAM) donde los dos son profesores. Al lado de su edificio, hay un convento.

Los taxistas no conocen la calle. Por esa razón, Angelina le da a cada visitante instrucciones precisas y detalladas con muchos puntos de referencia. Durante el viaje, yo me concentraba tanto de instruir al taxista—pase al Centro Atlético, doble a la derecho después de . . .–que no pensaba en otra cosa. Al llegar le di una propina al taxista y accidentalmente dejé mi cámara en el asiento trasero Me di cuenta inmediatamente de mi error, pero estuvo demasiado tarde; el taxi había desaparecido en el tremendo tráfico de D.F. Me sentía mal, pero qué hacer.

Por una hora y media, Norma y yo nos divertíamos mucho con los Angelina y Alberto. Charlamos de todo:  la política, nuestros hijos y algo de la cábala sobre la cual Angelina es experta. La comida fue excelente. Antes de las nueve y media, escuchamos un golpeteo a la puerta. Con un poco de aprehensión Alberto abrió la puerta de par en par. ¡Era el taxista y tenía en las manos mi cámara! Tratamos de darle una propina grande, pero el hombre no quiso aceptarla. Dejando la cámara con Alberto, salió diciendo, “Que Dios los bendiga”. Angelina exclamó, “¡Una cosa semejante nunca ocurre en México!” Más, tarde Norma y yo regresamos al hotel sin problema. Ese taxista conoció el lugar.

Cuatro años más tarde, volví a D.F y a la Cafebrería -El Péndulo; viajé solo esa vez. Vine para presentar los catorce libros de artista que habíamos armado en Buenos Aires unos colegas y yo.[i]  Después de disertar yo, cinco poetas judío-mexicanas—entre ellas, Angelina, Becky Rubenstein, Jenny Asse Chayo— leyeron de sus poemarios.   Nos escucharon a eso de cien personas.

Para la noche siguiente, Angelina me invitó a cenar en su un apartamento sobre un callejón sin salida en la Colonia Insurgentes no tan lejos de UNAM donde es profesora. Al lado de su edificio, hay un convento’

Los taxistas ya no conocen la calle. Durante el viaje, yo me concentraba tanto darle instrucciones al taxista—“pase al Centro Atlético, doble a la derecha después de…–que no pensaba en otra cosa. Al llegar le di una propina al taxista y accidentalmente dejé en el asiento trasero el catálogo de los libros de artista que iba a regalarle a Angelina. Me di cuenta inmediatamente de mi error, pero estuvo demasiado tarde; el taxi había desaparecido en el tremendo tráfico de D.F. Me sentía mal, pero qué hacer.

Por casi dos horas, Angelina y yo charlamos. Nos discutimos el misticismo hispano-hebreo, la literatura comparada y las actitudes de nuestros estudiantes. La comida fue excelente. Se hizo tarde y nos despedimos. Regresé al hotel sin problema. ¡Ese taxista conoció el lugar!

A mi entrada al Hotel Obelisk, la recepcionista me comentó, “Hay un libro aquí para usted, señor Sadow.  Un taxista se lo dejó”. Fue el catálogo. “¡Una cosa semejante nunca ocurre en México!”, insistió la recepcionista.  ¡Pero a mí, sí— dos veces!

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[i] Los libros de artista son libros armados por artistas plásticos. Cada uno es único. Es una forma de arte iniciada en la Edad Media, desarrollado por William Blake y luego por los surrealistas. En este caso, los libros miden 28 cm. de altura y 14 cm. de anchura. Cada uno incluye un poema de un diferente poeta judío-latinoamericano, la traducción del poema al inglés y también una obra de arte inspirada por el poema hecha por un artista plástico judío-latino-americano.

 

 

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