El artista judío nacido en Chile, Mauricio Avayu,(1968- ) dijo: “Al principio quería hacer toda la Torá, pero cuando comencé a estudiar para el proyecto me di cuenta de que sería imposible”, aunque comenzó el proyecto a fines de 2013 y solo completó la sección del mural para Génesis. Cada libro de la Torá se representará a través de ocho pinturas; incluirá 40 pinturas que representarán secuencialmente los eventos de la Torá. Avayu se refiere constantemente a la Torá antes de continuar con su trabajo. Su proceso consiste en leer la Torá , Midrash y Rashi varias veces; solo entonces las imágenes comienzan a venir a su cabeza, dice: “La parte difícil en comparación con lo que he hecho antes es que aquí no soy totalmente libre”, dice Avayu. “Con otros proyectos, tendría la inspiración y las herramientas y comenzaría a pintar. Con este proyecto, no puedo hacer eso. Tengo que comenzar a estudiar, y solo después de eso puedo comenzar mi trabajo”. Comenzó a asistir a la escuela judía en Ecuador a los 10 años y realizó dibujos de personajes y eventos de la Biblia para el anuario escolar. Hasta el momento, la obra solo se ha exhibido en Chile y EE. UU. Fue inaugurada la primera noche de Hanukkah en diciembre de 2013 en la casa del presidente de Chile.
Chilean-born Jewish artist Mauricio Avayu (1968- ) said, “At first I wanted to do the whole Torah, but when I started studying for the project I realized it would be impossible,” though he started the project in late 2013 and only completed the mural section for Genesis. Each book of the Torah will be represented through eight paintings; It will include 40 paintings that will sequentially represent the events of the Torah. Avayu constantly refers to the Torah before continuing his work. His process involves reading the Torah, Midrash, and Rashi multiple times; only then do the images start to come to her head, she says, “The hard part compared to what I’ve done before is that I’m not totally free here,” says Avayu. “With other projects, I would have the inspiration and the tools and start painting, “says Avayu. “With other projects, I would have the inspiration and the tools and start painting. With this project, I can’t do that. I have to start studying, and only after that can I start my work.” He began attending a Jewish school in Ecuador at the age of 10 and drew pictures of characters and events from the Bible for the school yearbook. So far, the work has only been exhibited in Chile and the United States. It was inaugurated on the first night of Hanukkah in December 2013 in the house of the President of Chile.
Marcos Ribak, más conocido como Andrés Rivera fue un escritor y periodista argentino. Hijo de inmigrantes obreros, nació en el barrio porteño de Villa Crespo. Moisés Rybak, desde Polonia, donde era un comunista perseguido; en Buenos Aires llegó a ser dirigente del gremio del vestido. Rivera fue obrero textil antes de dedicarse al periodismo y la literatura. Participó en el movimiento obrero argentino y, como su padre, militó en el Partido Comunista (PC). Trabajó en la redacción de la revista Plática (1953-1957) y debutó en la ficción con la novela El precio (1956), muy cercana a la estética del realismo social, al igual que la siguiente, Los que no mueren, y tres libros de cuentos, Sol de sábado, Cita y El yugo y la marcha. En 1964 Rivera fue expulsado del PC y su visión del mundo experimentó una transformación, que se reflejó en su obra como su libro de relatos Ajuste de cuentas, aparecido en 1972, al que seguirá un silencio de 10 años: en 1982 publica el volumen de cuentos Una lectura de la historia y la novela Nada que perder. Dos años después aparece En esta dulce tierra, con la que obtendrá su primer premio, al que posteriormente le seguirán importantes distinciones entre las que cabe destacar el Nacional de Literatura y el Konex.
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Marcos Ribak, better known as Andrés Rivera, was an Argentine writer and journalist. The son of worker immigrants, he was born in the Buenos Aires neighborhood of Villa Crespo. Moisés Rybak, from Poland, where he was a persecuted communist; in Buenos Aires he became a leader of the dress guild. Rivera was a textile worker before dedicating himself to journalism and literature. He participated in the Argentine labor movement and, like his father, was a member of the Communist Party (PC). He worked in the writing of the magazine Plática (1953-1957) and debuted in fiction with the novel El precio (1956), very close to the aesthetics of social realism, like the following, Those who do not die, and three books of stories, Sol de sábado, Cita and El yugo y la marcha. In 1964 Rivera was expelled from the PC and his vision of the world underwent a transformation, which was reflected in his work such as his book of short stories Ajuste de cuentos, published in 1972, which was followed by a silence of 10 years: in 1982 he published the volume of stories A reading of the story and the novel Nada que perder. Two years later En esta dulce tierra appears, with which he won his first prize, which was later followed by important distinctions, including the National Literature Award and the Konex Award.
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El corrector
Ella y yo trabajábamos en una editorial de capitales europeos, y que se preciaba de haber publicado la primera Biblia que usaron los jesuitas en tierras de México. A la hora del almuerzo, ella y yo nos quedábamos solos. Los otros correctores, la cartógrafa (¿era una sola?), las tipiadoras, las mujeres de dedos velocísimos de la oficina de cobranzas, las secretarias de los gerentes salían a ocupar sus mesas en los bodegones que abundaban por los alrededores de la empresa y, sentados, pedían ensaladas ligeras y Coca-Cola. Ella, a esa hora, extraía, de su bolso, revistas en las que aparecían figuras ululantes con nombres que, probablemente, castigaban algo más que mi ignorancia de hombre cercano a las edades de la vejez. Ella, a esa hora, escupía, en una caja de cartón depositada al pie de su escritorio, un chicle que masticó durante toda la mañana y suplantaba el chicle por un sándwich triple de miga, jamón cocido y queso. También cruzaba las piernas y un zapato se balanceaba en la punta del pie de la pierna cruzada sobre la otra. Ese viernes, ella llevaba puesto un walkman. Yo no miré su cara en el mediodía de ese viernes de un julio huérfano de alegría: miré un fino hilo de metal que brillaba un poco más arriba de la leve tapa de su cabeza, y después miré su cabeza, y miré su largo y lacio pelo rubio. Dejé de suprimir gerundios aborrecibles en el original de una novela que llevaba vendidos quince mil ejemplares de su primera edición, antes de que la novela y los gerundios que sobrevivirían a las infecundas expurgaciones de la corrección se publicaran, y cuyo autor, la cotización más alta de la narrativa nacional, es un hombre que ama el vino y el boxeo, y aprecia las bromas inteligentes, y caminé hasta el escritorio de ella. Y cuando llegué hasta el escritorio de ella, miré, por encima de la cabeza de ella, y de la corta antena de su walkman, el cielo de ese mediodía de viernes. Miré, por las anchas ventanas de la sala vacía y silenciosa, el cielo gris, y algún techo desolado, y unas sábanas puestas a secar que batían el aire frío y violento. Me agaché, y agachado, me arrastré debajo de su escritorio, y allí, en una tibieza polvorienta, hincado, le acaricié el empeine del pie, el talón y los dedos del pie, por encima de la seda negra de la media. Ese ablandamiento de una elasticidad tensa y fría duró lo que ella quiso que durase. La calcé y, después, me puse de pie, y frente a ella, le pregunté, en voz baja, si la había molestado. Ella me miró. Y sus labios, empastados con manteca y queso de máquina, me prometieron un invierno interminable. -Hacelo otra vez -dijo, y le brillaron los dientes empastados, ellos también, todavía, con miga, manteca y queso de máquina.
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The Corrector
She and I were working in a publishing house in one of the European capitals that prided itself fin publishing the first Bible that the Jesuits used in Mexican lands. At lunch time, she and I stayed by ourselves. The other copy editors, the map editor (was there only one?), the typists, the women with extremely fast fingers from the business office, the bosses’ secretaries left to occupy their tables in the nearby cheap restaurants that were in abundance around the business, and seated, ordered light salads and Coca-Cola. She, at that time, extracted, from her bag, ululating figures with names, that probably, suggested something beyond that my ignorance of a man approaching old age. She, at that hour, was spitting, into a cardboard box set at the foot of her desk, a piece of gum that she chewed all morning long and replaced the gum with a triple sandwich of cheap bread, cooked ham and machine-cut cheese. She also crossed her legs and a shoe on the point of the foot of the leg crossed over the other. That Friday, she had on a Walkman. I didn’t look at her face at noon of that Friday of July, an orphaned happiness: I looked at a fine wire if metal that shined a little bit above the light top of her head, and then I looked at her head, and I looked at her long and straight blond hair. I stopped excising abhorrent gerunds in the original of a novel that had sold fifteen thousand copies of its first edition, before the novel and the gerunds that survived the sterile expurgations of the correction were published, and whose author, the most highly rated of the national narrative, is a man who love wine and boxing and appreciated intelligent jokes, and I walked up to her desk. And when I arrived at her desk, I looked above her head and the short antenna of her Walkman, the sky of that Friday midday. I looked through the wide window of the empty and silent room, at the gray sky, and some desolate roof, and some sheets put out to dry that flapped in the cold and violent wind. I bent down, and bent down, I pulled myself below her desk. And there, in the dusty warmth, I caressed the instep of her foot, her heel and her toes, on the black silk of her stocking. That softening of a tight and cold elasticity lasted for as long as she wanted it to last. I put her shoe on and then, I stood up in front of her, I asked her, in a low voice, if I had bothered her. She looked at me. And her lips, covered with butter and cheap cheese, promised me an interminable winter. “Do it again,” she said, and her covered teeth shined, they too, still with bread, butter, and machine-cut cheese.
Translation by Stephen A. Sadow
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La mecedora
El neurólogo dice esto: dos años atrás, me leyó las conclusiones del informe añadido a una polisomnografía nocturna a la que, le consta, me sometí desdeñoso y resignado. El neurólogo que se parece, demasiado, a un caballero inglés -algo así como un jugador de polo vestido, de los hombros a los tobillos, con una bata blanca, y rubio, atildado, de estatura y edad medianas y ojos fríos y claros-, me pregunta, no muy ansioso, como fatigado, si recuerdo algo de aquella lectura. Me alzo de hombros y miro sus ojos claros y fríos, su cabello rubio y el nudo irreprochable de su corbata, y su devoción por el Martín Fierro, de la que me hizo partícipe, en una lejana tarde de verano, cuando se abandonó, displicente e inescrutable, a la celebración de los silencios de la pampa. El neurólogo dice -y el tono de su voz es algo más fuerte que un susurro- que el informe elaborado a partir de esa polisomnografía nocturna (a la que me entregué, repite, dócil y abstraído), corresponde a una persona normal, salvo por una observación que él, el neurólogo, omitió mencionar en mi última visita, por razones obvias. Yo miro el humo del cigarrillo que sube, leve y lento, y blanquísimo, hacia una ventana por la que entra la luz de la tarde. ¿Es una luz de otoño? ¿Mansa? ¿Dónde se refugió la luz del verano, mientras yo, por razones obvias, encendía un cigarrillo? El neurólogo dice, sin ningún énfasis, tal vez retraído: la observación que acompaña a la polisomnógrafía nocturna indica que yo, persona sana, vivo una tristeza profunda. ¿Entiendo esa observación, incluida en el informe que acompaña a la polisomnógrafía nocturna? ¿Es mansa la luz del otoño? ¿Hacia dónde huyó la luz del verano? ¿Le digo, al neurólogo, que lo que yo deba entender de la observación que aparece en el informe agregado a la polisomnografía nocturna ha dejado de importarme? ¿Le digo que alguien escribió: la vejez, única enfermedad que me conozco, será breve, será cruel, ¿será letal? ¿Y que escribió, también, que prefería olvidar las diez o doce imágenes que conservaba de su infancia? Enciendo otro cigarrillo. El neurólogo, las manos cruzadas sobre su escritorio, contempla el cenicero, y dice que no demore mi próxima visita, que vuelva cuando yo lo desee. Me pongo de pie, y le pregunto al neurólogo si hay alguna otra cosa que yo deba saber. El neurólogo que es, casi, un caballero inglés, sea lo que sea un caballero inglés, me abre la puerta de su consultorio. Cuando llego a casa, prendo la luz de una lámpara de pie, siento a Tristeza Profunda en la mecedora, y la mecedora se mueve de atrás para delante, lenta y en calma, y pasea a Tristeza Profunda por el silencio que ocupa la pieza de paredes pintadas a la cal.
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In the Rocking Chair
The neurologist says this: two years ago, he read to me the conclusions of the report added to a nocturnal polysomnograph to which, told him, I reacted disdainful and resigned. The neurologist who looks, to much so, like a British gentleman-something like a polo player, dressed, from his shoulders to his heels, with a white lab coat, and blond, sharp, of middle stature and age and cold and clear eyes- asks me, not very anxious, but fatigued, if I remember something of that lecture. I shrug my shoulders, and I look at his clear and cold eyes, hi s blond hair and the irreproachable knot of his tie. And his devotion for Martin Fierro, of which he made me a participant, on a far-off winter afternoon, when he abandoned, peevish and inscrutable, the celebration of the silences of the pampas. The neurologist said – and his tone of voice was something stronger than a whisper- that the study made from that night-time polysomnography (the one he gave to me, he repeats, docile and distracted) corresponds to a normal person, except for an observation that he, the neurologist, omitted to mention during my last visit for obvious reasons. I look at the smoke from the cigarette that rises, light and slow, and very white, toward a window through which the afternoon light enters. Is it an autumn light? Gentle?,” Where did the summer light take refuge, while I, for obvious reasons, lit a cigarette? The neurologist says, without any emphasis, perhaps restrained: the observation that accompanies the nocturnal polysomnography indicates that I, a healthy person, live in a profound sadness. Do I understand that observation, included in the report that accompanies the nocturnal polysomnography? Is the autumn light gentle? Do I say to the neurologist that what I ought to understand from the observation that appears in the report added to the nocturnal polysomnography no longer is important to me? Do I say that someone wrote: old age, the only illness that I know, will be brief, will be cruel, will be lethal” Amd who also wrote, that he would prefer to forget the ten or twelve images that he has of his childhood? I light another cigarette. I stand up, and I ask the neurologist is if there is anything else I ought to know. The neurologist who is, almost, an English gentleman, whatever an English gentleman may be, opens the door of his office. When I arrive at home, I turn on the light of a standing lamp, I feel the Profound Sadness in the rocking chair, and the rocking chair moves from back to front, slowly and in calmness, andshows the Profound Sadness to the silence that occupies the room with the walls painted with lime.
ESPINOZA, ENRIQUE (seudónimo de Samuel Glusberg; 1898–1987), autor, editor y periodista argentino. Su seudónimo combina los nombres de Heinrich Heine y Baruch Spinoza. Nacido en Kishinev, Espinoza llegó a la Argentina a los siete años. Fundó y editó las revistas literarias Cuadernos Americanos (1919) y Babel (1921-1951), primero en Buenos Aires y luego en Santiago de Chile, donde se instaló en 1935 por motivos políticos y de salud, y también fundó la editorial Babel, que lanzó libros de nuevos escritores argentinos. En 1945 realizó un simposio sobre “La Cuestión Judía” entre destacados intelectuales latinoamericanos, publicado en Babel 26. Fue cofundador y primer secretario de la Asociación Argentina de Escritores, y miembro de los movimientos de vanguardia en la literatura y el letras. Sus cuentos y artículos tratan la identidad judía, la inmigración, el antisemitismo y el Holocausto, así como sobre cuestiones sociales éticas y universales. Sus contemporáneos lo vieron como la mezcla intelectual perfecto de cosmopolitismo y judaísmo. Sus cuentos más conocidos aparecieron en La levita gris: cuentos judíos de ambiente porteño (1924); y Rut y Noemí (1934). Sus ensayos se recopilaron en De un lado y del otro (1956), Heine, el ángel y el león (1953) y Spinoza, Ángel y paloma (1978).
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ESPINOZA, ENRIQUE (pseudonym of Samuel Glusberg ; 1898–1987), Argentine author, publisher, and, journalist. His pseudonym combines the names of Henrich Heine and Baruch Spinoza. Born in Kishinev, Espinoza arrived in Argentina at the age of seven. He founded and edited the literary reviews Cuadernos Americanos (1919) and Babel (1921–51), first in Buenos Aires and later in Santiago de Chile, where he settled in 1935 for health and political reasons, and also founded the Babel publishing house, which launched books by new Argentinian writers. In 1945 he conducted a symposium on “the Jewish Question” among prominent Latin American intellectuals, published in Babel 26. He was co-founder and first secretary of the Argentine Writers’ Association, and a member of avant-garde movements in literature and the arts. His short stories and articles deal with Jewish identity, immigration, antisemitism, and the Holocaust, as well as ethical and universal social issues. His contemporaries saw him as the perfect intellectual blend of cosmopolitanism and Jewishness. His best-known stories appeared in La levita gris: cuentos judíos de ambiente porteño (1924); and Ruth y Noemí (1934). His essays were collected in De un lado y otro (1956), Heine, el ángel y el león (1953), and Spinoza, ángel y paloma (1978).
De:/By: Enrique Espinosa. La levita gris: cuentos de ambiente porteño. Buenos Aires: BABEL, 1924.
El final de este cuento describe “La Semana Trágica”, el progrom contra los judío y otros obreros en 1919./The end of this story describes the “Tragic Week. the pogrom against Jews and other workers in 1919.
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“Mate amargo”
A Leopoldo Lugones
El asesinato de su primer varoncito en el pogrom de Kishinev, más el nacimiento anormal de la segunda criatura, a causa de los trastornos durante la matanza sufrió la madre, fueron causas harto suficientes para que Abraham Petacóvsky, dejando su oficio de melamed (preceptor de hebreo), se decidieron a emigrar de Rusia. Dirigiéndose en principio a los Estado Unidos (la América por excelencia de los judos de ayer y yanquis de hoy). Pero, ya en Hamburgo, vióse por razones diplomáticas—según bromeó después-a cambiar de rumbo. Y en los primeros días de noviembre del año 1905, con su mujer y las dos nenas, a Buenos Aires.
Abraham Petacóvsky era un judío pequeño, simpático, con el aire inteligente y dulce de las personas amables. Sus ojillos claros, amortiguaban hasta la palidez cadavérico, el rostro alargado por una barba irregular y negra. La nariz, de punto estilo hebraico, parecía caerse en la boca de gruesos labios irónicos. Aunque no contaba más de treinta años, su aspecto er el de un viejo. Por eso, tal vez, sus parientes de Buenos aires llamáronlo tío Petacovsky, contra la voluntad de Jane Guitel, su esposa, una mujer fidelísma, tan devota como fea, pero de mucho orgullo. De tanto, que no obstante haber pasado con el tío Patovsky años difíciles, lamentaba siempre el tiempo antiguo en nuestra Rusia.Y resignada en sus veintisiete años escasos, fincaba toda su esperanza en las dos criaturas que habían sobrevivido a los horrores del pogrom: Elisa, de siete años, y Beile, uno apenas.
No se arrepintió el tío Petacóvsky de su arribo a la Argentina. Buenos Aires, la ciudad acerca de la cual había tenido tan peregrinos en el buque, resultó muy agrado. Esperándolo en el viejo Hotel de Inmigrantes dos cercanos parientes de la mujer y algunos amigos. Gracias a ellos- a quienes ya debía parte del pasaje- logró instalarse en seguida bajo techo seguro. Fue una pieza sub-alquilada a cierta familia criolla en el antiguo barrio de Corrales. Para instalarse allá, tanto el tío Petacóvsky como su mujer tuvieron que dejar al lado escrúpulos religiosos: resolverse a vivir entre goim.
Jana Guitel, por cierto, resistióse un poco.
¡Dios mío!, – clamaba ¿Cómo voy a cocinar mi pescado relleno junto a la olla con puerco de una cristiana?
Pero cuando vio la cocina de tablas frente a la pieza clavada rente a pieza, como garita de centinela junta a una celda, no tardó en conformarse. Y la adaptación vino rápida, por cuanto la facilitaron los dueños de la casa en el respeto a los extraños costumbres de los judíos, y en el generoso interés por ellos.
La misma discreta curiosidad que los criollos mostraban por la forma rara que la rusa salaba la carne al sol, y el tío Petacóvsky guardaba el sábado, lo sentían los recién llegados por las manifestaciones de la vida argentina. De aquí que a los pocos días ya todos se entendieron por gestos, Jane Guitel fuera rebautizada con la traducción de Guillermina, por su segundo nombre y el apelativo doña en lugar del primero.
Por su parte, el tío Petacóvsky aprendía a tomar mate sin azúcar, con los hijos de la patrona: dos buenos y honrados muchachos argentinos. Y aunque como gringo legítimo, les daba las gracias después de cada mate, no suspendía hasta el séptimo, pues encontraba el mate sin azúcar las mismas virtudes estomacales que su mujer atribuía al té con limón.
Después del mate amargo, las alpargatas criollas constituyeron el descubrimiento más al gusto del tío Petacóvsky. Desde la primera mañana que salió a vender cuadros, las encontró insustituibles.
Sin ellas- juraba- jamás habría podido con esa endiablado oficio- tan judío errante, sin embargo- que le proporcionaron sus parientes.
Las alpargatas criollas y el mate amargo fueron los primeros síntomas de la adaptación del tío Petacovsky, pero la prueba definitiva la evidenció dos meses más tarde, concurriendo al entierro del general Mitre. Aquella imponente manifestación de duelo lo conmovió hasta las lágrimas, y durante muchos años la recordó como la expresión más alta de una multitud acongojada por la muerte de un patriarca.
A fuer de israelita piadoso, el tío Petacóvsky sabía de grandes hombres y de grandes duelos.
Ya dijimos que el buen hombre comenzó su vida de porteño ofreciendo cuadros por las calles de Buenos Aires. Pero no sabemos si el lector por haber visto alguna vez una figura de talmudista metido entre dos parejas de estampas evangélicas sospechó que nos referimos a cuadros religiosos. Sin embargo, la cosa, además de pintoresca, es importante y hasta tiene su historia.
Vender estampas de santos, era en 1906 un negocio recién iniciado por los judíos de Buenos Aires. Hasta entonces, los israelitas que no vinieron para trabajar en las colonias agrícolas de Entre Ríos o Santa Fe, se dedicaron a vender a plazos: muebles, joyas, trajes, pieles… Todo, menos cuadros. El tío Petacóvsky fue tal vez el número uno de los que salieron a vender estampas a plazos. Y es cierto que no resultó que el más afortunado (no hay ahora ninguna marca de cuadros Petacóvsky) fue en su tiempo más el más eficaz.
Dueño de un innato gusto eclesiástico, el tío Petacvsky sabía recomendar sus láminas. En su rara lengua judaica-criolla hallaba el modo de hacer en pocas palabras el elogio de cualquiera. Unas, por el tenue azul de sus ojos de una virgen; otras, por el gesto derrotado de un apóstol. A cada cual por lo más impresionante…
Nadie come el tío Petacoóvsky para explicar las virtudes de un San Juan Evangelista. Equivocaba, tal vez, desmemoriado, un San José con un san Antonio. Pero jamás olvidaba señalar un detalle del color, un rasgo patético capaz de entusiasmar a una María.
De lo que se lamentaba con frecuencia era de la escasez de su léxico. A cada instante veíase obligado a juegos de mímica moviendo manos, cara y hombros a un mismo tiempo… con todo, sus ventas nunca fracasaron porque no lo entendieran o porque él extendiera los recibos con nombres de Josefa o Magdalena, en caracteres hebraicos, sino por falta de religiosidad de las gentes.
Él, que era tan profundamente religioso hasta cumplir- no obstante, su oficio- con las oraciones cotidianas y el sábado sagrado, no se explicaba cómo habiendo tantas iglesias en Buenos Aires, eran tan pocos los creyentes. Por eso, cuando a fuerza de recorrer la ciudad, comprobó que en la Boca era donde se congregaba mayor número de fieles, trató de formar su clientela entre ellos. Y, en efecto, le fue mejor.
Después de trabajar un año junto al Riachuelo, saliendo a vender casi todos los días menos los sábados y los domingos- el tío Petacóvsky pudo crear su clientela y dedicarse solo a la cobranza y entrega de los cuadros que le encargaban directamente. Entonces saldó las deudas con sus parientes, obtuvo otra pieza en la misma casa de la calle Caseros, y planteó el negocio por realizar con los hijos de la patrona: negocio que consistía en asociarse a ellos para armar los marcos de las estampas y confeccionar los cuadros por cuenta propia.
Todo pudo realizarse al espíritu emprendedor del tío Petacóvsky. Los dos muchachos criollos, que no fueron desde niños otra cosa que jornaleros en una carpintería mecánica, viéronse convertidos en pequeños industriales. Entretanto, el tío Petacóvsky dejó de ser vendedor ambulante, para dirigir el taller.
A su nombre, o más bien a nombre de la fábrica de cuadros Petacóvsky-Bermúdez, trabajaban varios corredores judíos. Además, muchos otros, colegas del devoto oficio, compraban allí sus cuadras para difundir por toda la República.
Cerca de tres años trabajaron los hermanos Bermúdez en sociedad con el tío Petacóvsky. Como fuera bien desde un principio, lo hacían con gusto y sin honorario determinado. A las seis de la mañana ya estaban los tres en el taller, y se desayunan con amargos y galleta. Luego, mientras los mozos preparaban las estampas encargadas, el tío Petacóvsky, que ya borroneaba en castellano, hacía las facturas y tomaba nota de las láminas que era necesario llevar al centro.
A la venta de estampas evangélicas los fabricantes habían agregado, siempre por la iniciativa del tío Petacóvsky, marinas, paisajes, frutas… y, en gran cantidad escenas del teatro shakesperiano: Otelo, Hamlet, Romeo y Julieta… A las ocho, cuando doña Guillermina, o Jane Guitel, despachaba a Elisa para la escuela, el tío Petacóvsky íbase de compras en el centro. A pesar de que lo hacía casi todas las mañanas, los hermanos Bermúdez nunca dejaban de bromear en las despedidas.
-Tío Petaca- le gritaban, no olvide de traerme una paisanita, y prefiero rubia, ¿eh?… Tío Petaca…
Pero el aludido no se enojaba. Con una comisura de ironía y superioridad en los labios, contestaba: -Está boino, pero no olviden los noive San Antonios para San Pedro.
Y salía riéndose, mientras los mozos, remedándole, gritaban:
Cabayo bien, Tío Petarca…
A Jane Guitel, desde luego, no le agradaban estas bromas. Cada mañana las oía y cada noche se las reprochaba al marido, rogándole que se mudaran antes de evitar “tanta confianza”.
-Una cosa- protestaba la mujer- es el comercio y otra la amistad. No me gusta que tengas tanta confianza con ellos. ¿Acaso han fumado ustedes en la misma pipa?…
En realidad, lo que Jane Guitel concluía preguntando a su marido no era precisamente si había fumado en la misma pipa con sus socios, sino muy otra cosa. Pero, a qué repetirlo… Lo que molestaba a la mujer, sobre todo, era que los Bermúdez llamaron Tío Petaca a su marido. Desde que Elisa iba al colegio, doña Guillermina averiguaba por ella el significado de cualquier palabra. Y aunque la chiquilla solo cursaba el tercer grado, sabía ya expresarse correctamente en castellano, hasta el punto de no querer hablar el idish no con su propia madre.
Pasaron, no obstante, dos años más. Por fin, a principios de 1910, Jane Guitel pudo realizar su propuesto de abandonar la calle Caseros. Una vez en claro el balance definitivo, la sociedad Petacóvsky-Bermúdez quedó disuelta, sin que por ello los socios quebraban su amistad. Después de tres años, cada uno se retiraba con cerca de diez mil pesos. Los hermanos, con sus partes, decidieron reconstruir la vieja casa familiar y establecer en ella una carpintería mecánica. Mientras el típ Petacóvsky, qua a cambio de su parte de la maquinaria conservaba un resto de la antigua clientela boquense, instalábase en una cómoda casa de la calle Almirante Brown.
Sabido es: de cien judíos que llegan a juntar algunos miles de pesos, noventa y nueve gustan instalarse como verdaderos ricos. De ahí que el tío Petacóvsky, que no era la excepción, comprara piano a la pequeña Elisa, y con motivo del nacimiento de un hijo argentino, celebrara la circuncisión en una digna fiesta a la manera clásica. Era justo. Desde el asesinato de primogénito, en Rusia, el tío Petacóvsky esperaba tamaño acontecimiento.
Igual que Jane Guitle, él había soñado siempre un hijo varón que a su muerte dijera el Kádish de recuerdo, esa noble oración del huérfano judío, que el mismo Enrique Heine recordaba en su tumba de lana.
Nadie ha de cantarme musa
Nadie “kádish” me dirá
Sin cantos y sin plegarias
Mi aniversario fatal…
Pero dejemos la poesía y los poetas. No por tener kádish, [1]el tío Petacóvsky
echóse muerto. Al contrario, el feliz avenimiento en vísperas del centenario de 1819, le sugirió un negocio patriótico. Y con la misma fe y el mismo entusiasmo que el anterior, el tío Petacóvsky lo llevó a término. Tratábase en realidad del mismo negocio, Sólo que ahora en vea de estampas de santos, serían relatos de héroes, y en lugar de escenas shakesperianas, alegorías patrióticas.
Los hermanos Bermúdez, que seguián siendo sus amigos, lo informaron acerca de la historia patria, pero con un criterio de federales que el tío sospechó lleno de parcialidad. No era que él estuviese en contra de nadie, sino que le faltaban pruebas de la gloria de Rosas…
Como bien andariego, el tío Petacóvsky había aprendido su historia nacional en las calles de Buenos Aires. Así juzgaba como héroes de primera fila a todos que daban nombres a todos aquellos que daban nombres a las calles y las plazas principales. Y si bien este curioso entendimiento de aprender había sido ya metodizado por los pedagogistas, él, que allá en Rusia, fuera pedagogo en el original sentido de la palabra, lo ignoraba sabiamente. No por ignorar su denominación científica: visoaudmotor, (perdón), el metido dióle mejor resultado. Respeto de Sarmiento- verbigratia domine– que entonces prestaba su nombre glorioso a una humilde callejuela de la Boca, el tío Petacóvsky habíase formado un concepto pobrísimo. Y no de ser escritor -¿Qué judío no admira a un hombre que escribió libros?- había privado su colección de una figura tribunicia.
Por suerte, esta falla inefable método lo salvó de la corriente pedagógica. Al no dar tampoco, en lugar visible, en el monumento a Rivadavia, resolvió no guiarse por el sentido didáctico… y comprar ejemplos ilustrados de todos los patriotas. Aquellos que conocía y aquellos que no conocía. Y todo quedó resuelto.
[1] Por extension, los judíos llaman así a sus hijos varones.
Antes del primero de mayo- día señalado para inaugura su nuevo comercio, el tío Petacóvsky descargaba en su casa cerca de un millón de láminas entre estampas para cuadros, retratos, alegorías patrióticas, copias de monumentos y tarjetas postales. Varios viajantes se encargaron de las provincias y el tío Petacóvsky de la capital. Durante seis meses las cosas anduvieron a todo trapo. Mas, no obstante, esa actividad y las proporciones que alcanzaban las fiestas de centenario en toda la República, el negocio fracasó.
Cuando a fines de 1910- hechas las liquidaciones en el interior del país- realizó el recuento de la mercadería sobrante, aprendieron más de seiscientas mil cartulinas. En resumen: había perdido en una aventura de seis meses sus ganancias de cinco años.
Naturalmente, este primer fracaso enturbió el humor del tío Petacóvsky . Como en verdad no tenía pasta de comerciante, se sintió derrotado. Y si bien a los pocos meses ya soñaba otro negocio a propósito del Carnaval, sus parientes, entre burlas, negándole crédito para realizarse. ¿Quién no desconfía del hombre que fracasó una vez?
En esa desconfianza, más que en la pérdida de su dinero, sintió el tío Petacóvsky su desgracia. Para ayudarse, sin recurrir a nadie, mudóse a una casa más económica, vendió el piano y aplazó el ingreso de su hija en la Escuela Normal. Pero nada de esto fue remedio. Sólo una nueva desgracio- ¿vendrán por eso seguidas” – le cur del anterior. Fue nada menos que la muerte de Beile, la menor de las hijitas.
Este lamentable suceso hizo también olvidar a sus relaciones el fracaso del centenario. Por una parte, de sus parientes, y por otra los amigos, con esa solidaridad en el dolor tan característicos de los judíos, compitieron en ayudar al infeliz. Y otra vez gracias a ellos el tío Petacóvsky pudo volver a su oficio de corredor. Ahora ya no solo de cuadros, sino también de muebles, telas, joyas, pieles…
Durante cinco nuevos años, el tío Petacóvsky trabajó para rehacer su clientela. Canas costábale ya el maldito oficio, venido a menos por la competencia de las grandes tiendas y alza enorme los precios con motivo de la guerra.
Pero hasta mediar el año 1916 no pudo abandonarlo. Sólo entonces, una circunstancia lo sacó de él. El caso puede resumirse de esta manera:
El menor de los hermanos Bermúdez, Carlos, lo recomendó al gerente de una fábrica de cigarrillos, y éste adquiróle, como objetos de propaganda para el centenario para el centenario de la Independencia, el sobrante de estampas patrióticas.
Mil quinientos pesos recibió el tío Petacóvsky por sus láminas. Con ese dinero en el bolsillo sintióse optimista. En seguida liquidó su clientela- ya padecía el reumatismo- y se puso a la tarea de buscar un negocio en el centro. El quid era un comercio con puerta a la calle. Que los clientes lo fueron a buscar a él. No al revés, como hasta entonces. Ya le asqueaba hacer el marchante.
De nuevo burlándose los parientes de sus proyectos. Mientras uno, aludiendo a su afición por el mate, lo aconsejaban una plantación de yerba en Misiones, otros le sugerían una fábrica de mates…
Mas el tío Petachóvsky, contra el parecer de todos en general, y de Jane Guitel en particular, compró una pequeña librería cerca de Mercado de Abasto.
Con el nuevo negocio, la vida del tío Petacóvsky se transformó por completo. Ya no recorría la ciudad. Vestido a gusto, con amplio guardapolvo de brin, y tocado con oscuro solideo, pasábase las mañanas leyendo y mateando junto al mostrador, a espera de clientes. Elisa, su hija, que ya estaba hecha una simpática criollita de dieciocho años, le cebaba el amargo por intermedio de Daniel; mientras arreglaba la casa antes de que Jane Guitel volviera del mercado.
Después del almuerzo, el tío Petacóvsky hacía su siesta. A las cuatro ya estaba otra vez en su puesto y Elisa volvía a cebarle mate hasta la noche.
Ahora bien: de rendir la venta diaria un poco más dinero que el indispensable para el pan y la yerba, es posible que todos vivieran tranquilos. Pero como después de un año ilusiones, se vio que esto no acaecía, las disputas renovaron.
-De no querer tú – increpábale Jan Guitle- reformar el mundo y hacer que tantos israelitas hacen en Buenos Aires, estaríamos bien.
A lo que el hombre contestaba:
-Es que cuando a uno no le va, todo es inútil.
Y si Jane Guitel lo instaba a vender del tenducho, el reargüía con agrio humor:
-Seguro estoy que de meterme a fabricar mortajas, la gente dejaría de morirse. ¡Es lo mismo!
Tales discusiones reproduciéndose en el mismo tono, casi todos los días. Desde la muerte de su hijita, Jane Guitel estaba enferma y frecuentes crises de nervios le debilitaban. El tío Petacóvsky, al tanto de ella, trataba siempre de calmarla con alguna ocurrencia. Y si doña Guillermina, como la llamaba por broma en esas ocasiones, se resistía, él invocaba los aforismos de Scholem Aleijem, su escritor predilecto: “Reír es saludable, los médicos aconsejan reírse, o “Cuando tengas la olla vacía, llénala de risa”.
Pero lo cierto es que a pesar de Scholem Aleijem, el tío Petacóvsky se había contagiado de la tristeza de su mujer. Ya no era el alegre tío Petaca de la fábrica de cuadros. Nada le quedaba del entusiasmo y del humor de aquella época. Si aún reía, era para esconder sus lágrimas… Porque como él mismo decía: “Cuando los negocios van mal, se puede ser humorista, pero nunca profeta”. Y él ya no trataba en serio de nada.
Había ensayado, al reabrirse las escuelas, la compra y venta de libros viejos, con algún resultado. Pero al llegar las vacaciones- ya conocido como cambalachero- nadie entraba sino para vender libros usados.
En tanto los días pasaban monótonos, aburridos, iguales. El hombre, siembre con su amargo y los libros, y la mujer con su eterna loa del tiempo antiguo y su constante protesta contra el actual.
¡Dios mío! – se quejaba al marido- ¡lo que has llegado a ser en América: un cambalachero! – Y lloraba.
En vano, el tío Petacóvsky intentaba defender la condición intelectual de su oficio y fingir grandes esperanzas para la temporada próxima.
-Y verás- le decía- cuando empiezan las clases, cómo van a salir todos estos grandes sabios y poetas. Entonces hasta es probable que encuentre un comprador de todo el negocio, y me quedo solo con los textos de medicina para que más trade Daniel estudie de doctor.
La mujer no dejaba de mortificarlo. Menos soñadora que él, calculaba el porvenir de su hija. Y en momentos de amargura, los insultos estallaban en su boca: ¡Cambalachero!… ¡Cambalachero!… ¡Dios mío!, quién se casará con la hija de un cambalachero!…
Primero, un chisme en la familia la enteró de que Elisa era festejada por Carlos Bermúdez. No quiso creerlo. Luego, alguien que los vio juntos, le confirmó el chisme. Y vinieron las primeras sospechas. Por último, la misma chica instada por la sinceridad del padre, confesó sus relaciones con el ex-socio… Y aquí fue la ruina de Jerusalem… Jane Guitel puso el grito en el cielo. ¿Cómo una hija suya iba a casarse con un goi? ¿Podría olvidar, acaso, la ingrata, que un bisabuelo de ellos (Dios lo tenga en la gloria) fue gran rabino en Kishinev, y que todos sus parientes fueron santos y puros judíos? ¿Dónde había dejado la vergüenza esa muchacha?…
Y, en su desesperación, acusaba de todo, por milésima vez, a su marido y sus negocios.
Ahí tienes a tus grandes amigos de mate (¡Dios quiera envenenarlos!) Ahí están las consecuencias de tus negocios con ellos (¡Un rayo los fulmine!) Todo por culpa tuya…
Y, vencido por los nervios, se echaba a llorar como en Iom Kipur- el día del perdón.
A todo esto, el tío Petacóvsky, que a pesar del mate no había dejado de ser un buen judío, la calmaba, asegurándole que Dios mediante, el casamiento no llegaría realizarse.
Aunque por otras razones, él también era contrario al matrimonio de Elisa con Bermúdez. Sostenía al respeto a la antigua fórmula de nacionalistas: “No podemos dejar de ser judíos mientras los otros no dejen de ser cristianos…” y como en verdad ni él se creía un hombre libre, ni tenía por tal a Bermúdez, hacía lo posible por inculcar a Elisa su filosofía
Mira – le decía una tarde mientras la muchacha le cebaba mate – Si te
prohíbo el casamiento con Carlos, no es por capricho. Tú sabes cuánto lo aprecio. Pero ustedes son distintos: han nacidos en países opuestos, han recibido diversa educación, han rezado a distintos dioses, tienen desiguales recuerdos. En resumen: ni él ha dejado de ser cristiano, ni tu judía.
Otra vez agregaba:
-Es imposible. No se van a entender. En la primera pelea- y son
inevitables las primeras peleas- te juro que tú le gritarás cabeza de goi, y él, a manera de insulto, te llamará judía… Y puede que hasta se burle de cómo tu padre dice “noive”.
Mas, tan inútiles fueron las sinceras razones del tío Petacóvsky como los desmayos frecuentes de Jane Guitel. La muchacha, ganada por amor, huyó a los pocos meses con su novio a Rosario.
La fuga de Elisa acabó por romper los nervios de la madre. Dos semanas se pasó llorando, casi sin probar alimento. Nada ni nadie pudo tranquilizarla. Al fin, por consejo médico, tuvieron que internarla en el San Roque donde al poco tiempo moría, acrecentando el escándalo que la escapada produjo en la colectividad.
Con la muerte de Jane Guitel, la muchacha volvió al hogar. Y tras de ella vino Bermúdez. Como si los dos fueran los causantes directos de esa muerte, lloraron lágrimas amargas sobre la tumba de la pobre mujer
El mismo Bermúdez, antes tan inflexible, renunciaba a Elisa y consentía que ella se quedara del hermanito. Pero el tío Petacóvsky tuvo la honradez de perdonarlos y autorizar el casamiento a condición de que vivieran felices y para siempre en Rosario.
Después de hacerles notar a qué precio habían conseguido la unión, el tío Petacóvsky, contra el parecer de todos, resolvió seguir en su cambalache solo con su Daniel.
-Yo mismo – dijo, me encargaré de hacerlo hombre. Pierdan cuidado, no nos moriremos de hambre.
Y no hubo manera de disuadirlo.
Abandonado durante tantos meses, el negocio se había convertido del todo en un boliche de viejo, sin otra mercadería que libros y folletos españoles que se ven en todos los cambalaches. Pero Jane Guitel ya no podía manifestar escrúpulos, y Elisa estaba casada y lejos, el tío Petacóvsky se dedicó de lleno a sus librotes, dispuesto a ganarse el pan para su hijo. Ya no vivía sino por él y para él. Todas las mañanas se levantaba temprano y después de preparar el mate, despertaba a Daniel. Ambos desayunábanse y en seguida iban a la sinagoga, donde el chico decía kádish en memoria de la madre. A las ocho, ya estaban las dos en la acera de la escuela, mientras Daniel entraba a su clase, el tío Petacóvsky se volvió a abrir el boliche, que ya no cerraba hasta la noche. Y así lograron mantenerse durante seis largos meses.
Cuando las vacaciones escolares el mismo tenducho dejó de producir para las reducidas necesidades de la casa, el tío Petacvsky reunió uno cuantos muchachos judíos para enseñarles el hebreo. De esa manera, con la vuelta a su primitivo oficio, afrontó la penosa situación. Y a cualquier otro sacrificio estaba dispuesto, con tal de ver algún día hecho hombre a su Daniel.
Corrían los primeros días del año 1919. Una gran huelga de metalúrgicos habíase generalizado en Buenos Aires y las noticias más inverosímiles acerca de una revolución maximalista, propagándose de un extremo a otro de la ciudad. De la ciudad. La tarde del 10 se enero, el tío Petacóvsky estaba como siempre, sentado junto a sus libros, tomando mate. Había despachado a los chicos temprano, por se víspera de sábado, y porque en el barrio reinaba cierta intranquilidad.
La calle Corrientes, tan concurrida siempre, ofrecía un aspecto extraño, debido a la interrupción del tráfico y a la presencia de gendarmes armados a máuser.
A eso de las ocho y media, un grupo de jóvenes bien vestidos hizo interrupción en la acera del boliche, vitoreando a la patria. Atraído por los gritos, el tío Petacóvsky, que seguía tomando mate, asomó la cara detrás de la vidriera, todo temeroso, porque, hacia un momento, Daniel había salido a decir su kádish.
Uno del grupo, que divisó el rostro amedrentado del tío Petacóvsky , llamó la atención de todos sobre el boliche, los mozos detuvironse frente a; escaparate.
-¡Libros maximalistas! – señaló a gritos el más próximo. ¡Libros maximalistas!
Ahí está el ruso detrás – objetó otro.
-¡Qué hipocrata, con mate, para despistar!…
Y un tercero:
-Pero le vamos a dar libros de “chivos”…
Y, adelantándose, disparó su revolver contra las barbas de un Tolstoi que aparecía en la cubierta de un volumen rojo. Los acompañantes, espoleados por el ejemplo, lo imitaron. En un momento cayeron, todos los libros de autores barbudos que había en el escaparate. Y en verdad, la puntera de los jóvenes habría sido cómico, de no faltar una vez y costarle con eso la vida del tío Petacóvsky.
Ahora el buen hombre debe hallarse en el cielo, junto a los santos, héroes y artistas que por su industria hicieron soñar a tanta gente en Buenos Aires. Y es cierto que la divina justicia es menos lenta y más segura que la humana, ella de concederle, como a los elegidos, una gracia a su elección. Entonces. Buen seguro, como aquel Bonchi calla de I. L, Peretz (poetizado en el idioma de Maupassant en Bonchi el silencieux– que en circunstancias idénticas pidiera a los ángeles pan con manteca- el tío Petacóvsky les ha de pedirles mate amargo para la eternidad.