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Alberto Gerchunoff (1884 -1950) produjo una obra que enlaza la
cultura criolla y la judía. De familia de emigrantes judíos que se establecieron
en Entre Ríos, pronto se incorporó a la vida nacional como periodista en
el diario La Nación, del que en diversas ocasiones fue corresponsal
en el extranjero, principalmente en Chile; fue director del diario El Mundo
(1927). Se distinguió como conferenciante en el Ateneo de Madrid durante
un viaje a Europa que hizo en 1914. Militó en el partido demócrata progresista.
Los gauchos judíos, su obra más conocida (1910) es la colección de cuentos y
cuadros de costumbres de la vida de los residentes de los colonias agrícolas judías
en las pampas. Gerchunoff es novelista y ensayista de brillante estilo, a veces
un tanto retórico y siempre documentado. Ataca el caudillismo simbolizado por
Hipólito Yrigoyen en El hombre importante (1934); cultiva el ensayo
en Roberto J. Payró (1925) y El retorno de Don Quijote (póstumo, 1951).
Comenta la profesora Mónica Szumuk en su muy reciente biografía de Alberto Gerchunoff (2018): “Escribí La vocación desmesurada: Una biografía de Alberto Gerchunoff convencida de que contando la vida de Gerchunoff iba a poder describir una época de la historia del mundo desde la Argentina. . . Gerchunoff fue un periodista y escritor excepcional, dueño de una voracidad y una insaciabilidad en la escritura y en la vida que lo hacían un guía ideal para este mundo que yo quería describir.”
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Professor Monica Szumuk comments in her very recent biography of Alberto Gerchunoff (2018): “I wrote convinced that telling the life of Gerchunoff was going to be able to describe a time of the history of the world from Argentina … Gerchunoff was an exceptional journalist and writer, owner of a voraciousness and an insatiability in writing and in life that made him an ideal guide for this world that I wanted to describe.”
Para comprar la biografía de Gerchunoff de Mónica Szurmuk
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Los gauchos judíos, capítulo VI:
El EPISODIO DE MIRYAM
Rogelio Míguez y Miryam se entendían únicamente por
medio del canto. Rogelio era el mozo más afortunado de
aquel pago enterriano. Eximio improvisador de vidalitas,
sabía modelarlas en los bailes campestres y arrancar,
junto con lo gemidos de su ilustre guitarra, lágrimas de
las muchachas. Era extraordinario. Garrido en su rudeza
rural, se distinguía entre todos y ninguno podía mostrar
en su vida tantas aventuras de amor. Tampoco era
lo se llama un buen mozo. Tiene siempre la misma cara
taciturna y raras veces reía.
Los peones de la colonia, envidiosos de sus triunfos,
alegaban en contra suya su ninguna habilidad en el juego
de la taba. Tenía pocos amigos. Los israelitas del pueblecito
lo estimaban por su buen carácter y por su laboriosidad.
Asi, no debía extrañarse que Jacobo Jalerman lo cuidara
como un tesoro. Don Jacobo, viejo de rala barba,
nariz curva y narices secas, antiguo alumnos de la escuela
hebrea de Vilna, cerealista en Besarabia y agricultor en
Entre Ríos, solía explicar las excelencias
de su peón incomparable. Recorría a comentarios
agudos y a citas difíciles y una tarde llegó hasta convencer
a sus oyentes de que Rogelio aceptaría los preceptos mosaicos
si las luces escasas le permitiera comprender la verdad.
—¿Os acordéis de la sentencia de Rabenu Jenuda?–
solía interrogar a propósito al maestro del colegio
colonial–. Decía en mis interpretaciones que sólo
un oscurecimiento maligno de los cerebros impide a todos
los hombres seguir a la ley de Jehová. . . Miryam, su hija,
profundizaba mucho menos. Para elogiar a Rogelio no necesitaba
las máximas que ocultan los rabinos en los recovecos
del Talmud. Tampoco entendía las conversaciones del peón.
Hacía poco que habían venido de Rusia y el idioma
le parecía más duro que una piedra. En cambio, comprendía
sus canciones. Cuando Rogelio entonaba una vidalita, ella,
inevitablemente, respondía con un canto judío, extraño al
oído del criollo, que se embelesaba oyéndolo. Y su
rostro moreno se iluminaba al oír a la hermosa muchacha
rubia como la tarde y los trigales. Cuando don Jacobo y
Rogelio salían al campo, Miryam les llevaba el desayuno. Junto
al arado, fuera del surco, entreteniéndose, cada uno en su lengua.
El sol les bañaba en su luz matinal, don Jacobo hablaba de las vueltas
hechas, de la resistencia de los bueyes bíblicos, enormes como
montañas y mansos como criaturas.
Los bueyes teman nombres deprimentes para Rusia: Zar,
Moscú, Zarevich. . .
Alejandro III tiene una llaga en la nuca . . . –Pierda cuidado, patrón– respondía Rogelio,
dirigiéndose a Miryam, afirmaba:
–Está bien el café con leche, patroncita. . .
–¿Hoy trabajo mucho?”
–Jugando no más. . .
En los descuidos de don Jacobo, Rogelio arrojaba
a la muchacha pelotitas de hierba. Esas relaciones comenzaron a comentarse en las
tertulias de las colonias. La gente extrañaba la conducta
demasiado liberal de Miryam, hija de un hombre
tan religioso e instruido como don Jacobo. Los comentarios
se convirtieron pronto en murmuraciones. El chico
Isaac los había visto a las dos sentados en la costa del arroyo
que divide el potrero común. Raquel, madre del matarife,
sostenía haberlo encontrado en el mismo sitio y otra vez
los divisó detrás de la casa.
Don Jacobo no ignoraba esos murmullos, y, claro está,
no creía. A las indirectas de sus amigos del sinagoga,
contestaba con argucias y concluía siempre:
–Miryam no se casará con un cristiano; no tengan
miedo. Además, Rogelio, por ejemplo, no roba ni mata.
En su cuarto no se encontrarán rollos de alambre ni el cencerro
de la yegua madrina. Con eso aludía a proezas de la familia
más devota de la colonia.
Sin embargo, don Jacobo, persona prudente, despidió al peón
con un pretexto cualquiera. Así terminaron los cuentos. El matarife
mismo declaró un sábado que don Jacobo era un hombre de honor
y Miryam una digna muchacha, una muchacha hebrea al fin.
Pero el asunto concluyó en una manera inesperada.
Celebrábase la Pascua, instalada en el rancho del matarife.
Estaba lleno de colonos. Las mozas lucían vestidas de alegres colores y
los mozos hablaban de sus caballos.
La tarde se anegaba en la pesadumbre del octubre naciente,
y en el potrero bordeado de casuchas, el ganado descansaba.
Don Jacobo en la túnica sagrada sobre sus hombros, dilucidaba
con su elocuencia habitual detalles complicadas de la Biblia. De
pronto, un niño gritó:
–¡Miren, miren allá!
Todos los colonos se salieron de la sinagoga y pudieron
presenciar algo horrible. Rogelio, en su portentoso alazán, venía a
todo correr con Miryam en ancas. Pasaron como viento, erguido
altivamente el criollo, y ella, suelta la cabellera, envolvió a la
gente en una mirada de desafío, hechos una llama los ojos,
y cuando los colonos volvieron de su asombro, la pareja fugitiva
era un punto en la distancia. En el camino, una vasta polvareda
levantaba franjas de oro.
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Alberto Gerchunoff. Los gauchos judíos. Buenos Aires: Agebe, 2009/ Alberto Gerchunoff. The Jewish Gauchos of the Pampas. trans. Prudencio de Pereda. intro. Ilan Stavans. Albuquerque: University of New Mexico Press, 1998.
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The Jewish Gauchos of the Pampas, chapter VI:
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Translation from the Spanish by Prudencio de Pereda