Diego Paszkowski — Novelista judío-argentino/Argentine Jewish Novelist — “Rosen-Una historia judía”/”Rosen-A Jewish Story” — fragmentos de la novela/excerpts from the novel

Diego Paszcovski

Diego Paszcowski (Buenos Aires, 1966) Ganador del Premio de Novela del diario La Nación por “Tesis sobre un homicidio”(Sudamericana, 1999; DeBolsillo 2007; Sudamericana 2013 y 2016), llevada al cine en 2013 por Hernán Goldfrid y protagonizada por Ricardo Darín; autor de  “El otro Gómez”(Sudamericana, 2001), de “Alrededor de Lorena”(Mondadori, 2006) y de  “Rosen – Una historia judía” (Sudamericana, 2013). Algunos de sus libros fueron traducidos al portugués, al italiano y al francés. Coordinador del Taller de Escritura para Jóvenes en el Centro Cultural Ricardo Rojas (UBA), y director de diversas colecciones de «Nuevas Narrativas» y de ciclos de lecturas a partir de los trabajos realizados en sus talleres literarios. En los últimos años presentó su performance “Notas de jazz” junto a destacados músicos, y es autor de la letra de «Estoy aquí», tema con música de Alejandro Devries interpretado por Sandra Mihanovich en su disco “Vuelvo a estar con vos”. En 2009, Alfaguara editó “El día en que los animales quisieron comer otra cosa”, su primer libro de cuentos para niños; en 2013, la misma editorial publicó su primera novela para niños, “Te espero en Sofía”, en 2016 su segunda novela infantil, “La puerta secreta y otras historias imposibles” y en 2019 la tercera, “Donovan, el mejor detective del mundo”.

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Diego Paszkowski(Buenos Aires, 1966) Ganador del Premio de Novela del diario La Nación por “Tesis sobre un homicidio”(Sudamericana, 1999; DeBolsillo 2007; Sudamericana 2013 y 2016), llevada al cine en 2013 por Hernán Goldfrid y protagonizada por Ricardo Darín; autor de  “El otro Gómez”(Sudamericana, 2001), de “Alrededor de Lorena”(Mondadori, 2006) y de  “Rosen – Una historia judía” (Sudamericana, 2013). Algunos de sus libros fueron traducidos al portugués, al italiano y al francés. Coordinador del Taller de Escritura para Jóvenes en el Centro Cultural Ricardo Rojas (UBA), y director de diversas colecciones de «Nuevas Narrativas» y de ciclos de lecturas a partir de los trabajos realizados en sus talleres literarios. En los últimos años presentó su performance “Notas de jazz”junto a destacados músicos, y es autor de la letra de «Estoy aquí», tema con música de Alejandro Devries interpretado por Sandra Mihanovich en su disco “Vuelvo a estar con vos”. En 2009, Alfaguara editó “El día en que los animales quisieron comer otra cosa”, su primer libro de cuentos para niños; en 2013, la misma editorial publicó su primera novela para niños, “Te espero en Sofía”, en 2016 su segunda novela infantil, “La puerta secreta y otras historias imposibles” y en 2019 la tercera, “Donovan, el mejor detective del mundo”.

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Rosen-Una historia judía

No quiero a Max Rosen. Sé lo bastante de su vida, de sus correrías, de sus travesías y hasta sus delitos como para estar por completo de no debería quererlo. Y, sin embargo, De sus correrías, de sus travesías y hasta sus delitos, reales o inventados, más los reales que los inventados, no han dejado de atraerme, aun cuando se oponen a todos los principios que he defendido en la vida, aun cuando la vida me ha traído ya a los ochenta años, cuando el alma cuenta, según se sabe, con un vigor especial. En cualquier caso, y aunque hace tiempo escribo, fascinado, sobre él. Deseo dejar en claro en estas líneas que no quiero a Max Rosen.

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ARGENTINA

  Max se inició en el comercio a los cinco años de edad: ya entonces compraba y vendía joyas, no verdaderas, desde luego, sino sencillas piedras de la calle convertidas en joyas por la inagotable imaginación infantil. Su hermano Aarón, con nueve años cumplidos, lo iniciaba en los secretos del comercio, tal vez por haber notado que por las amigos de sus padres—Shíe y Ruju, por caso. Tenían una tienda de ropa en el pujante barrio de Caballito, y pensaban abrir pronto un sucursal—eran más prósperos de su propia familia, mantenida a duras penas por un simple obrero textil. Y también sabía Aarón, que los parientes que habían quedado en Montevideo, y se dedicaban a la curtiembre, eran más importantes y ricos que los Rosen, quienes habían hecho la mala elección de desembarcar en Buenos Aires.

  Porque lamentaba el oficio de su padre, la comunidad de aquel viaje hasta Buenos Aires y el destino de pobreza que les esperaba, Aarón había decidido encargarse de la instrucción de su hermano Max. “¿Cuánto vale este zafiro?”, preguntaba, y le mostraba a su hermano una piedra pequeña y gris. “Dos pesos”, decía Max, que no tenía una verdadera idea del valor de las cosas y ni siquiera sabía qué era un zafiro o un diamante. “No, vale veinte mil”, decía el hermano mayor, el menor aceptaba: “Bien, veinte mil”, decía. “Pues te daré ocho mil”, decía Aarón, y si el joven Max y el menor aceptaba y  por esa suma se la entrega era reprehendido, como también era reprehendido si insistía más de la cuenta en reclamar los veinte mil. Hasta que, muy pronto, el niño reclama más de la cuenta en reclamar los veinte mil. Hasta que muy pronto el niño inteligente aprendió lo que tenía que aprender: “Creo que quince mil es un precio justo por esta piedra”, decía”, y su hermano lo felicitaba, aunque luego decía: “esta no es una piedra, es un zafiro. . .y esta es un rubí, si no lo crees nunca podrás hacer que los demás lleguen a creerlo”.

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     Y así fue como Max, ya sin compañero, ya sin compañero de aventuras, se dedicó a visitar, en una soledad tranquilizadora, los luminosos sitios en que los dueños de aquellas máquinas se quedaban con el sueldo de los pobres trabajadores perdidos por la pasión del juego, por la ilusión por una fortuna siempre esquiva, y por sus propias miserias. Cada tanto echaban a Max, era cierto, pero también cada tanto él encontraba la máquina precisa, el golpe exacto en la parte exterior de la máquina que haría que expulsase una cantidad de fichas suficientes para vivir, incluso con algunas comodidades, todo un mes. Max cambiaba de ropa y de peinado, llevaba anteojos o no los llevaba, elegía los horarios de mayor concurrencia o de menor—y en ese caso ya había entablado amistosa relación con algunos de los encargados de impedirle la entrada—y de algún modo descubriría la de la máquina más débil, el golpe seco en la parte posterior, el tintineante sonido de monedas que caen, de luces que se encienden, de duraznos o cerezas o limones que de pronto deciden alinearse, . .

  Pero la verdadera habilidad de Max no residía en saber jugar al póker—algo que desde luego hacía, tras una vida de haber visto a su padre, de haber encontrado el método para saber qué cartas quedarían en el mazo y deducir en consecuencia con cuáles podrían contar sus adversarios—sino en poder determinar, con sólo ver unas pocas manos del juego, qué hombres serían capaces de jugar para él, es decir para la casa. La exigencia era notable, ya que no sólo se buscaba a alguien que tuviese habilidad o suerte sino también resistencia; aquellas partidas se prolongaban desde las seis de la tarde de un día hasta de las ocho de la noche, y era muy mal visto abandonar la mesa antes del tiempo establecido, a menos que se hubiese perdido todo. Max no jugaba, pero organizar aquello era para él un verdadero juego de niños: apostadores compulsivos—no lo pobres diablos en las máquinas la mitad o todos el sueldo, y que ambicionaban sin suerte acceder a aquella sala donde, se suponía—debían llamar por teléfono para reservar un lugar exclusivo en que el dos, o en algunos casos tres jugadores profesionales contratados por Max, desde luego en combinación procederían a desplumarlos. . . .

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           Cada vez que las ganancias de sus actividades sobrepasaron lo esperado, elegía a una asociación de la comunidad para hacer beneficia; podía ser  tanto el asilo de ancianos judíos ubicado en la lejana localidad de Burzaco, como el centro Simón Wiesenthal, recientemente creado en los Estados Unidos para para la  persecución y castigo de los inmundos criminales nazis, como a familia de un pobre rabino ciego y olvidado por Dios. Las donaciones destinadas a hacer el bien, hacen el bien en sí mismas, más allá del origen o de lo procedencia del dinero, y era por eso que todos aceptan encantados lo que Max ofrecía; quién si no un verdadero ángel podría ser aquel que se presentaba en alguna asociación necesitada de ayuda sólo para darlo todo, sin pedir, como se dice, algo en cambio. Lo único que preocupaba a Max era que se recordara su nombre. Si hubiese sido un verdadero ángel, o sus acciones guiadas o simple bondad, tal vez hubiera deseado permanecer anónimo, como anónimos son las regalos de Purim para que ningún pobre se sienta avergonzado, pero no era éste el caso de Max: que se recordara su nombre era una forma de ganar amigos.

      ESPAÑA

Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en todo un mes, pero al cabo de aquel primer mes en España, Max tuvo una revelación que podría en resumirse en la frase “uno debe ser quien debe ser”. Era así simple, y eso cambiaba todas las cosas. Antes había pensado que, para ganarse la vida, debía emplearse como vendedor, o bien intentar dar clases en ajedrez, o de fútbol, o instalarse en Madrid varias máquinas “tragaperras”, o dedicarse a jugar al póker en forma profesional, pero ahora veía que todo más claro: uno debe ser quien debe ser, y no un fantasma de lo que pudo haber sido. Eran las diez de la mañana y aún no había desayunado. Se hallaba, como de costumbre, en el banco de su plaza favorita, pensando en las escasas posibilidades que le ofrecía el destino, y se levantó de pronto, caminó hasta la calle de Santa Engracia y miró en el reloj de vidriera de un negocio de ropa: nadie confiaría su dinero ni su trabajo que le daría trabajo a un hombre así, tan delgado que ni podía reconocerse con la barba crecida, el cabello largo y prolijo, la ropa sucia, alguien que le parecía un mendigo que a un hombre de bien. Aún quedaba dinero suficiente para vivir siete meses de la forma en que vivír, pero la forma en que vivía, no podía llamarse vivir. Debió hacer un cambio radical, y a partir de lo que había pensado en las cuentas resultaban sencillas podría conseguir un albergue siete veces mejor, tomar desayunos siete veces más sabroso, vestir como vestía de antes, es decir: cambiar siete meses de aquella vulgar de sobrevivida por un mes, tan sólo un mes, de su vida pasada.

De regreso a Madrid, y ahora con dinero suficiente, Max abandonó sus labores en la peluquería para multiplicar, en el comercio, su radio de acción. Era sencillo, y no tan distinto a lo que su hermano en la infancia, le había enseñado: comprar por menos, vender por más, y quedarse con la diferencia sin sentir ningún remordimiento alguno. Las comisiones existen desde que el mundo, pensaba Max, desde el primer mono consiguió dos bananas gracias a las indicaciones que el otro mono amigo se quedó con una.

  En tanto el embarazo de su mujer progresaba de acuerdo con lo esperado y ella, que en su nuevo estado había cambiado de humor y ahora parecía enojada todo el tiempo, le exigía que cumpliese con una promesa que él le había hecho antes de viajar: a Guadalupe no le bastaba haberse casado con Max por las leyes civiles sino que esperaba que ambos, en la iglesia, formalizasen su matrimonio. Esto a Max le parecía ridículo, ya que ella ni siquiera planteaba una ceremonia mixta, que en aquel tiempo era novedad. Debía ser en la iglesia, y no en cualquiera sino en una que Lupe. Y si a Max se le ocurría ponerse alguna objeción o, de regreso en casa tras una semana entera de arduo trabajo, tenía el impulso de reírse de las locas pretensiones de Lupe, Lupe acudía a su más melodramático tono para decirle: “qué te importa, si según dices tú ni crees en Dios”, y también “hazlo aunque más no sea por la memoria de mi madre, que en paz descanse, no sabes lo mucho que a ella le hubiese gustado”.

Y después de todo ella tenía razón: qué importaba dejarse rociar con agua bendita, que importaba jurar por un dios, o por otros, o por ambos, o por tres, o por ninguno, si las cosas de cualquier modo jamás cambiaban. Si casaría, si eso era lo que la hacía. Se casaría bajo las condiciones que ella impusiese: si al cura no le importaba que él tuviese la circuncisión, a él tampoco le importaría. De modo que juntos concurrieron a la Parroquia de San Antonio, en el número ciento cincuenta de la calle Bravo Murillo, en el mismo barrio en el que vivían y donde también la madre de Lupe se había casado, e iniciaron allí los trámites que hicieron meses después Max Rosen, con veintiocho años cumplidos, en el caluroso agosto de mil novecientos sesenta y uno, tomara la Sagrada Comunión y obtuviera del obispo local. Mintió en cada pregunta que le hicieran, y dijo todo lo que todo sacerdote quería escuchar de su boca, mientras pensaba: por más se sumerja en una fuente repleta de agua bendita, un judío sigue siendo un judío por toda la eternidad.

ISRAEL

    De los kibutzim que en la Oficina del Ministerio de Absorción e inmigración le propusieron para que se instalase, Max eligió precisamente el más alejado de las grandes ciudades, el más cercano a los peligrosos Altos de Golán, y al mismo—y por los mismos motivos–, el más confortable.

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    Entre las numerosas mujeres que conoció en Israel, solo una le interesaba. No era la más bonita de todas, ni la más dispuesta; tenía ya dos hijos y un marido muerto en la Guerra de los Seis Días, contra cuyo heroica memoria ni Max ni nadie hubiera podido competir. Jana Katz no quería saber nada con Max Rosen, y era casi la única de todas las solteras o viudas en el kibutz que no había caídas bajo sus encantos. “La gracia de la vida”, pensaba Max entonces, “radica en buscar lo imposible”.

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     Así como todos en el kibutz habían lamentado su partida hacia el ejército, todo el kibutz, ahora festejaba su regreso, incluida aquella mujer, quien de pronto se mostraba más receptiva a sus galanteos, más interesados en sus historias, más atenta a lo que él pudiera proponerle. . .

    Dios cierra las puertas, pero siempre deja abierta una ventana. Y allí estaba Max, de regreso a los brazos de Jana y a un amor que, desde que viera a la mujer, no había dejado sentir que le pertenecía. Ahora ellos compartían una misma habitación, y en el kibutz se debatía sobre la conveniencia o no de los niños de todos de todas las familias aunque durmieron juntos.

    Sin embargo, no le resultó tan sencillo convencerla: primero debió volver pruebas de sinceridad y rectitud, y lo que hizo para ganar al fin la confianza de Jana fue contarle todo lo que había hecho en su vida, desde los dieciséis años hasta aquellas últimas vacaciones en Tel Aviv, sin omitir detalle. Y aunque la tradición recomienda ser breve en el diálogo con las mujeres, todas las noches, después de la cena, Jana escuchaba fascinada el relato de la vida de Max, como si de novela se tratase, si bien aún lamentaba la pérdida del ser heroico amante vencido, podía ver en aquel hombre que le cortejaba desde hacía años a un verdadero sobreviviente. Así somos los judíos, sobrevivientes: a más que mil años de persecuciones, a la Shoá, a las mil penurias que Dios, en Su infinita sabiduría para algunos, en un mortal indiferencia para otros, ha sabido entregarnos para poner a prueba la sinceridad de nuestra fe.

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Rosen-A Jewish Story

I don’t like Max Rosen. I know enough about his life, his escapades, his journeys and even his sins in order to be totally convinced that I shouldn’t like him. And, nevertheless, of his escapades, his journeys and even his sins, real or invented, more the real ones than the invented, haven’t ceased to attract me, even when they go against the principles that I have defended in my life, even the live that has brought me to eighty years old, when the soul does count, as we know, with a special vigor. In whatever case, and even though it was some time ago, I write, fascinated about him. I want to make it clear, in these lines, that I don’t like Max. Rosen.

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ARGENTINA

Max was initiated into commerce at the age of five; even then he bought and sold jewels, not real ones of course, but simple stones converted in jewels by his unlimited childhood imagination. His brother Aaron, at nine years old, initiated him in the secrets of business, perhaps having learned from the friends of his parents–Shie and Rulu, for example. They had a clothing store in the thriving neighborhood  of Caballito, and they thought about opening another branch—they were the most prosperous of his own family, which was barely sustained, by enormous effort by a simple textile worker. And Aaron also knew about that the relatives that had remained in Montevideo, dedicated themselves to the tannery, were the most important and rich of the Rosen, who had made the bad choice of disembarking in Buenos Aires.

  Because he lamented his father’s trade, the community that made that trip to Buenos Aires and the fate of poverty that awaited them, Aaron had decided to take on the instruction of his brother Max, “How much is this sapphire worth?” he asked and showed his brother a small, gray stone. “Two pesos”, said Max, who didn’t have a true idea of the value of things, and he didn’t even what was a sapphire or diamond was. “No, it’s worth twenty thousand, the older brother said. They younger brother accepted. “Okay, I’ll give you twenty thousand, he said. Then, then I’ll give you eight thousand,” Aaron said, and if Max, the younger, accepted that amount,  and delivered the stone, he was reprehended. As he was also reprehended, if he insisted on more than the sum in demanding the twenty thousand. Until he quickly the intelligent boy learned what he had to learn: “I think fifteen thousand is a fair price for this stone,” he said, and his brother congratulated him, though he said: “This is not a stone, it is a sapphire…and this is a ruby, if you don’t believe it, you will never get the others to believe it.”

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  And so it was that Max, now without a companion, now without a companion for adventure, dedicated himself to visit, in a tranquilizing solitude, the illuminated places in with the owners of those slot machines gathered up the salaries of the poor workers lost by a passion for gaming, by the illusion of an always elusive fortune, and by their own misfortunes. Every once in a while, they threw Max out, but also once in a while he found the exact machine, the exact blow in the back of the machine that would make it eject a sufficient quantity of tokens to allow him to live, even with a few luxuries, for an entire month. Max changed clothes and haircut, he wore eyeglasses, or he didn’t wear them, he chose the times of greatest traffic or of least—and in that case he had already a friendly relationship with some of those who were supposed to keep his out—and in one way or another, he would discover the spot on the weakest machine, the dry blow on the rear part, the quiet jingling of the falling coins, the lights that brighten, with peaches or cherries or lemons that quickly decide to line up. . .

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  However, Max’s true ability wasn’t in knowing how to play poker—something that of course he did, after a lifetime of having seen his father, of having found the method for knowing which cards remained in the deck and to deduce accurately what his adversaries could count on—but rather in being able to determine, after seeing only a few hands, which men would be capable of playing him, that’s to say for the house. The exigency was notable, since he not only looked for someone who had skill or luck, but also stamina; those games went on from six in the afternoon on one day until eight o’clock in the evening, and it was strongly looked down upon to abandon the table before the established time, unless you had lost everything. Max didn’t play, but he organized what was for him true child’s play, compulsive betters—not the poor devils of the machine with half or all of their pay, and who, wanted badly, but unsuccessfully to accede to that room where, it was thought—they ought to make a telephone call to reserve an exclusive place in which two or in some cases three professional card players, contracted by Max, who, of course in combination, proceeded fleece them. . .

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     Every time that the winnings from his activities went beyond what was hoped for, he chose a community association to give a charitable gift; it could be the home for aged Jews, located in the far away town of Burzaco, of The Simon Wiesenthal Center, recently created in the United Sates for the persecution and punishment of the filthy Nazi criminals, or the family of a poor rabbi, blind and forgotten by God. The donations, sent to do good, did good in themselves, beyond the origin and source of the money, and for that reason, everyone accepted with delight what Max offered; who if not a true angel could be the one who came to a needy organization only to give it all, without asking for, how do you say, anything in return. The only thing that worried Max was that his name be remembered. If he had been a true angel, or his actions guided by simple goodness, perhaps he would have desired to remain anonymous, as Purim gifts are anonymous so that no poor person is embarrassed, but that wasn’t Max’s case; his name being remembered was a way of gaining friends.

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SPAIN

The days became weeks, and the weeks in a complete month, but at the end of that first month in Spain, Max had a revelation that could be summarized the phrase: “one should be what one should be.” It was that simple, and that changed everything. Before, he had thought that to earn a living, he ought to be employed as a salesman, or set out to give classes in chess, or football, or to install in Madrid several slot machines or to dedicate himself to playing poker as a profession, but now he saw everything more clearly, and not as a ghost of what he could have been. It was ten o’clock in the morning, and he hadn’t had breakfast yet. He found himself, customarily, on a bench in his favorite plaza, thinking about the scarce possibilities that his fate offered him, and he quickly stood up, walked toward Santa Engracia Street and looked at glass clock of clothing store: nobody would trust his money nor hisXXX to a person like that, so thin that he couldn’t even recognize himself with his beard grown out, and his hair long and thick, the dirty clothes. Someone who appeared to be a beggar rather than a man of means. He still had enough money to live for seven months in the way he had been living, but the way he was living couldn’t be called living. He had to make a radical change, and from what he thought, with what he had, he simply could find a place to live that was seven times better, have breakfasts seven times tastier, dress as he had dressed before, that is to say: exchange seven months of that vulgar life for a month, only a month of his past life.

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ISRAEL

   Of the kibbutzim the Office of the Ministry of Absorption and Immigration offered him to settle in, Max chose precisely the furthest from the big cities, the closest to the dangerous Golan Heights, and at the same time—for the same motives, the most comfortable.

     Of the numerous women that Max met in Israel, only one interested him. She wasn’t the prettiest or the most available: she already had two children and a husband who died in the Six Day War, against whose heroic memory, neither Max nor anyone could compete. Jana Katz didn’t want to know anything of Max Rosen: and she was almost the only one of the unmarried women or widows on the kibbitz who hadn’t fallen under his charm.

“The   fun of life,” thought Max then, “lies in seeking the impossible.” 

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Just as everyone in the kibbutz had regretted his leaving for the army, now they all celebrated his return, including that woman, who quickly showed herself to be more responsive to his courtship, more interested in his stories, more attentive to what he could suggest to her.. .

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   God shuts the doors, but always leaves a window open. And there was Max, on returning, in the arms of Jana and a love that, since he saw the woman, he had not ceased feeling that she belonged to him. they shared the same room, and in the kibbutz, they debated the advantage or not of having all the children from all the families even if they slept together.

   Nevertheless, it wasn’t so easy to convince her; first he had to return proofs of sincerity and rectitude, and what he did to finally gain Jana’s confidence, was to tell her all that he had done in his life, from sixteen years old to those recent vacations in Tel Aviv, without omitting a detail. And even if the tradition recommends being brief in dialogues with women, every night, after supper, fascinated, Jana listened to the tale of Max’s life, as it were a novel, even if she still mourned the loss of her defeated heroic lover, she could see in that man who courted her for years a true survivor. We Jews are survivors: after more than a thousand years of persecutions, of thousand travails that God, in His infinite wisdom for some, in a mortal indifference for others, has known how to give us the chance to test the sincerity of our faith.

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